La foto con el monumento de piedra a mi espalda es un símbolo en blanco y negro. No se si el homenajeado es un héroe nacional o mas bien un aviador desafortunado en busca de una gesta heroica. Pero placas de bronce conmemoraban algo. O bien yo dejaba atrás el muro de piedras o el muro se me caía encima. A juzgar por la luz debe haber sido domingo sobre todo por ese ceño fruncido y expectante que me acompañó toda mi niñez en las fotos. Pero evidentemente el sol fluía y me llevaba por todo el rosedal y el lago en un domingo de glorietas, verde y olores a vainilla de las golosinas, los pequeños carros arrastrando copos de maíz estallados, manzanas cubiertas de caramelo y garrapiñadas aún humeantes. Después de la foto seguramente caminé de la mano de mi madre y cerca, muy cerca de mi hermana que me vigilaba siempre tan atenta y preocupada por todo. No sé porqué, pero si bien no tengo ninguna prueba pienso que yo vestía una remera a rayas horizontales blancas y azules y un pantalón corto extremadamente estrecho, mis zapatillas sin marca como eran todas en esa época y un globo anaranjado que intentaba desesperadamente escaparse hacia el cielo.
Dimos una larga vuelta rodeando el lago, y en él, algunos remeros transpiraban y construían sus cuerpos lo mejor que podían y una pantalla interminable de árboles con distintas tonalidades que iban del verde al rojo profundo pasando por todo lo imaginable, parecía un escenario, una paleta tipo Seurat y el declive de pasto cayendo al lago delicadamente con la gente descansando y hablando suavemente. Yo no hacia otra cosa que dejar grabado en mi memoria ese día como un objeto digno de una pinacoteca.
Suavemente tironeado por la mano de mi madre recorrimos la larga elipse del lago y francamente quisiera poder haber retenido ese olor porque seguramente hoy si recorro ese mismo lugar no podría sentirlo igual. De pronto mi globo anaranjado se escapó de mis manos, una escena típica de domingo que termina con el niños llorando, pero esta vez no, esta vez observé el globo que se aceleraba por el aire y recorría el contorno del lago, el lago que queda en un parque lleno de flores y rosales en medio de una zona que es un desierto.
Con el globo se escapó mi imaginación y vi otras épocas y eventos que pueden haber sucedido en ese mismo lugar, o para ser mas mágicos, en ese mismo instante, y de pronto allá, al fondo del lago un edificio imponente, racionalista, algunos toques de art decó y mi mente viajando por un domingo de 40 años atrás, en una fiesta con los grandes autos llegando al evento, hombres magistralmente vestidos de blanco y levitas, con sombreros ampulosos, mas y más rosas rojas de las que jamás haya visto y luces, sobre todo muchas luces en el atardecer.
Una pareja allá arriba en el balcón que tiene la vista al lago, entre las luces animadas de la fiesta y el reflejo del sol escondiéndose, se miran fijamente a los ojos con sus cuerpos algo inclinados, tomados de la mano en el preciso y justo instante antes de enamorarse, ya casi puedo ver la sonrisa de ella dibujándose en sus labios de rojo furioso, una lunar mas pintado que construido por la naturaleza y un rulo azabache sobre la frente.
Un esplendor jamás visto, el globo anaranjado pasa a escasos centímetros de ella y casi la roza y el sonríe finalmente enamorado y curvando levemente sus finos bigotes en una sonrisa de satisfacción la mira como descubriéndola por primera vez.
En ese momento mi mente comenzó a divagar entre Isadora Duncan ahorcada por su chalina blanca enredada en los rayos de las ruedas de un auto blanco descapotable y lujoso que se aleja de la fiesta en medio del parque, las luces, las pocas películas que había visto en mi vida y el anochecer. Todo en el corazón de una pequeña ciudad fundada en la aridez del desierto y a pasos de la montaña.
El globo anaranjado se perdió entre los árboles de igual modo que se esfumó ese domingo soleado y lentamente nos debemos haber vuelto a nuestra casa, con cansancio y colectivos. Pero ese día fue en el que se separaron dos partes de mi, el niño que observaba todo y se mantenía en silencio y el globo anaranjado que jamás pude interpretar pero estoy casi seguro que debe haber sido una suerte de pasaporte a un mundo paralelo que aun sigue sucediendo a mi lado y me acompaña.
del libro “Gagarín y las sirenas del mundo” (Aballay)